| EL MUSEO DEL HOLOCAUSTO EN WASHINGTON
*por Martín Caparrós
-¿Qué habían hecho?
La sala está oscura y llegan, desde el fondo, ruidos como de ejércitos marchando. También hay gritos, en sordina, y jirones de un himno que parece nazi. Desde una pantalla, cadáveres de Auschwitz me miran con muy poco interés, pero me exigen que los mire. Son solo ojos y huesos, uniformes rayados y más huesos. A mi lado, una negra gordísima dice que esto es muy "exciting", pero todos los demás hablan en susurros o no hablan.
-¿Qué habían hecho?
Le pregunta de nuevo a su madre un chiquito como de siete u ocho, con los ojos cerrados para espantar fantasmas. La madre lo mira y no sabe cómo contestarle. El chico abre los ojos, con cuidado, despacio, y los vuelve a cerrar. "Las cosas que ví sobrepasan cualquier descripción. Pero quise verlas para poder dar testimonio de ellas si alguna vez, acaso, en el futuro, se desarrolla la tendencia de pensar que estas historias eran sólo propaganda", dijo Dwight Eisenhower, comandante en jefe del ejército americano, el 15 de mayo de 1945, cuando llegó al campo de concentración de Ohrdruf, en Alemania: en la pared, una foto lo muestra mirando cuerpos desparramados flacos muertos. Somos muchos, miramos en silencio. Al fondo, el ejército marcha y canta más himnos; en la pantalla las caras se renuevan pero son iguales: caras de la muerte, ya no de tan distintas vidas. Ahora me llamo, dicen, Franz Monjau, y nací el 30 de enero de 1903 en Colonia, Alemania.
En 1980, ante una iniciativa del presidente Jimmy Carter, el Congreso norteamericano decidió por unanimidad la creación de un Consejo para la Memoria del Holocausto que se ocuparía de recordar a los seis millones de judíos y a los demás millones de víctimas del régimen nacionalsocialista alemán: gitanos, polacos, homosexuales, discapacitados, testigos de Jehová, militantes políticos y soldados soviéticos. El Consejo estaba presidido por el premio Nobel Elie Wiesel y, poco después, anunció la construcción de un Museo Nacional del Holocausto. El Museo se abrió en el año 1993: el gobierno aportó el terreno, y los 193 millones de dólares que costó edificarlo se recaudaron a través de aportes privados. El Museo es un gran edificio muy moderno ubicado a cincuenta metros de la avenida que lleva al Capitolio; por su construcción, por su organización, se lo suele considerar uno de los mejores museos del mundo. Su arquitecto, James Freed, recibió el mandato de diseñarlo con "una belleza artística y simbólica que fuera capaz de producir un efecto visual y emocional acorde con la solemne naturaleza del Holocausto".
Cuando entré al Museo, un guarda me dijo que eligiera, en una batea, un "documento de identidad". Hay miles, y cuentan las vidas de víctimas del Holocausto: están ahí para que cada visitante tome uno y sea durante su visita ése.
"Al terminar la escuela secundaria, Franz Monjau estudió pintura en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf. Después se unió a un grupo de vanguardia que se rebelaba contra la pintura tradicional". En mi documento, la foto muestra a Franz Monjau con el pelo corto oscuro desprolijo, la nariz aguileña, los ojos chiquititos, barba mal afeitada y una mirada que se ríe del mundo. En la foto, Franz y yo todavía nos reíamos del mundo. "Para Franz, la tendencia general hacia el fascismo era de temer; también lo asustaba el creciente antisemitismo. Pero como sólo era medio judío, no se preocupó por su seguridad personal", dice mi documento, y dice que lo siga leyendo después de terminar mi visita al cuarto piso.
Que empieza contando, con películas, objetos, fotos, carteles, la situación de los judíos en Europa en 1933 y el ascenso del nazismo. Un cartel explica que en 1933 había 9 millones de judíos europeos; en Alemania, por ejemplo, eran el 1% de la población pero 11 de los 23 premios Nobel alemanes eran judíos. Las fotos, ahora, muestran caras felices, o serenas, o graves: caras de cualquier día. Sigo caminando, por las salas oscuras, con los gritos de fondo. Un señor mayor se sonríe frente a las imágenes de policías nazis golpeando comunistas en Berlín, 1933, y estoy a punto de escupirlo. Justo después viene la quema de libros de mayo de ese año. Tras un vidrio, algunos de los volúmenes que fueron a la hoguera: Zweig, Einstein, Freud, Mann, Marx, Brecht, Hemingway, Dos Passos. En el video, los jovencitos que los queman están entusiasmados y sonrientes: la están pasando bien. "Ahora el pasado yace en las llamas", los arenga Goebbels mientras tanto. Los jóvenes nazis son tan rubios bonitos, y las chicas tienen trenzas preciosas y cantidad de dientes y todos tan sanitos: belleza espeluznante.
Después viene el principio de las políticas racistas, los escritos científicos que las sustentaban, la esterilización forzosa que purificaría la raza aria. Y el relato de cómo los judíos alemanes, acosados, se fueron volviendo cada vez más sionistas, y cómo Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos, entre otros, no hicieron ningún esfuerzo por recibir a los que trataban de escapar. En esos días el peligro ya estaba muy claro, pero no quisieron.
"Entre 1933 y 1938, unos 40000 judíos encontraron refugio en América: solo una fracción de los que lo intentaron", dice un cartel. "Estados Unidos podría haber recibido muchos más, pero no lo hizo. Atado por las cuotas de inmigración, influido por el sentimiento popular contra los inmigrantes y maniatado por el antisemitismo, el gobierno americano permaneció inconmovible en su falta de voluntad de ayudar". En esos días, el 94% de los americanos estaba en la contra del nazismo en Alemania, y el 77% estaba en contra de recibir más judíos en América. Y no les parecía contradictorio. Pensaban, parece, que no era su problema. La idea me suena conocida. Los judíos no tenían adónde escaparse. Me acuerdo de uno de los chistes más amargos que conozco: Lisboa, 1939. Un judío alemán que ya ha pasado, en su huida, por Austria, Italia, Francia, España, llega a una agencia de viajes y pide un pasaje. - Si, señor, ¿para dónde? - No sé. ¿Qué tiene para ofrecerme? El agente, entonces, ampuloso, le muestra un mapamundi. - ¿Y esto es todo? Pregunta, decepcionado, el fugitivo.
Entonces, cuenta el Museo, empezó la guerra de ocupación nazi de Polonia: "Mis ejércitos tienen órdenes de matar sin piedad ni compasión hombres, mujeres y niños de origen e idioma polacos. Sólo así ganaremos el espacio vital que necesitamos", dijo, en esos días, Adolf Hitler. El tono estaba dado, y las paredes están llenas de fotos de polacos muriendo. Por momentos se me hace insoportable. Hay cada vez más gente a mi lado, y más silencio. Cuando las fotos muestran cuerpos de chicos discapacitados que los nazis mataban para mejorar su raza, varios a mi alrededor sueltan suspiros espantosos. Somos muchos, muy amontonados: cuando nos empujamos, nos pisamos, nos pedimos disculpas con amabilidad casi exagerada, como queriendo marcar la diferencia con lo que estamos viendo, y la identificación entre nosotros. Somos, ahora, los que estamos sufriendo este pasado, y eso nos une por un rato. Aunque no sepa quiénes son los demás, por qué vinieron. Empiezo a admirarlos por estar acá, a preguntarme por qué estamos acá, esta mañana de sábado, de sol, de primavera, tantos.
"1933 - 1939: Hitler se vuelve canciller de Alemania cuando Franz cumple 30 años - dice la historia de mi vida como Franz Monjau -. Cinco meses después, Franz fue arrestado. Por las leyes nazis, lo clasificaron como "mishlinge" - raza mezclada - y le prohibieron pintar, exhibir o enseñar. Su mujer también fue apartada de la escuela donde trabajaba porque estaba casada con un "no-ario". El director de un museo empleó a Franz en secreto, pero la Gestapo lo descubrió y Franz fue despedido. Cuando empezó la guerra, los nazis lo mandaron a hacer trabajo forzado en una fábrica".
Entro al tercer piso asustado: es raro. Sé lo que va a venir, pero tengo miedo y una especie de estúpida esperanza de que no suceda. En la entrada del tercer piso me recibe Ana Frank. Es una puñalada. En sus cinco fotos, Ana Frank tiene los dientes un poco salidos, ojos grandes, labios muy dibujados, el pelo oscuro y la sonrisa tonta de quien no tiene por qué saber que esa foto se va a volver un símbolo. - ¡Ah, Ana Frank! Dicen cuatro señoras de joggings de colores y zapatillas de alunizar, aros entre el violeta flúo y la hojalata muy brillosa. - Ay sí, pobrecita. Si por lo menos ella se hubiera salvado... Es la noche de los lápices judía: siempre es más fácil compadecerse de una que de 6 millones. Después viene un trozo de muro que encerraba el ghetto de Varsovia, cartas desesperadas de los que esperaban el traslado a Treblinka, relatos y fotos de los muertos, obreros del ghetto que van a trabajar tratando de suponer que no va a ser tan grave, chicos que juegan, mujeres que cocinan lo que pueden y la historia de cómo la visita de la Cruz Roja al ghetto de Theresienstadt, en Checoslovaquia, impulsó a sus guardianes a ponerlo presentable: construyeron barracas nuevas, plantaron árboles y flores, pintaron casas y mandaron a casi todos los presos a la muerte, para que el ghetto no pareciera demasiado lleno. Yo miro a los de al lado: todo el tiempo, los miro. Me intrigan, y me pregunto si les da vergüenza o piensan que estas cosas las hacen siempre otros, lejos, muy distintos. En una pantalla, cinco o seis hombres de sacos andrajosos caminan por un paisaje desolado rodeados de soldados alemanes: un oficial SS agita una mano y grita algo y los hombres empiezan a correr hacia el borde de la fosa donde están por matarlos. Me pregunto cómo se consigue que alguien corra hacia su muerte. ¿Amenazándolo con qué, prometiéndole qué, para que corra hacia su muerte? Las imágenes son intolerables, y no puedo despegar los ojos. Junto a la fosa, dos o tres soldados charlan y hacen chistes; otros disparan y los hombres que corrieron ruedan, se precipitan a la fosa. Un cartel dice que los escuadrones móviles de la muerte alemanes mataron 1.200.000 judíos - y comunistas y homosexuales y gitanos - en el este de Europa.
A mi lado una chica rubia pintadita entorna los ojos y resopla, como quien dice qué carajo estoy haciendo acá. En la pantalla, tres mujeres desnudas junto a la fosa se cubren las tetas con las manos. ¿Qué cubren, qué pudor conservan, qué quieren tapar al borde de la fosa? Después caen, con los brazos abiertos, sobre cuerpos deshechos. En la fosa hay cientos de cuerpos desnudos de mujeres, apilados, despatarrados, muy enteros, deshechos, y un soldado alemán les tira una colilla de cigarro y se va a seguir con su trabajo. Las imágenes vuelven a empezar: los hombres corren. Es insoportable, y no puedo dejar de mirarlos. Quizás, me digo, estúpido, por un momento, si miro y miro y miro sus muertes habrán servido para un poco más. No me convenzo.
Sigo caminando. Todos vamos despacio: nuestros movimientos son lentos, como apesadumbrados, como si cualquier gesto vivo fuera a ser una ofensa. Entonces me meto en un vagón de carga de madera, de los que usaban los nazis para llevar judíos a la muerte: hay un olor rancio, como a madera con sudor todavía, y muchas fotos de las caras tan desalentadas, hoscas, rabiosas de los que iban llegando. Las sacó un sargento SS que, seguramente, tenía veleidades artísticas. Un chico chino les toca las caras con la mano abierta, como en una caricia, y se escapa corriendo. Su madre no lo reta.
- Y también recuerdo cuando entré en ese edificio donde trabajaba y, por primera vez en semanas, ví un espejo. Y me miré en el espejo y, y, y... fue de las peores cosas que me pasaron en mi vida: no me reconocí. No pude reconocerme.
Estoy en lo peor, en la parte que simula Auschwitz: los techos bajos de madera, los catres apilados, las fotos de los prisioneros apiñados en esos mismos catres, la maqueta de los hombres y mujeres haciendo cola ante las cámaras de gas, entrando despacio, desnudándose para la supuesta ducha, doblándose, retorciéndose, protegiendo a un hijo o una madre, ahogándose en la asfixia del gas, pataleando, muriéndose. Y después la maqueta de los prisioneros encargados de recoger los cuerpos de los suyos para llevarlos a quemar, la duda: ¿cómo podían hacerlo? Otra vez: ¿bajo qué amenazas, qué promesas? ¿Yo llegaría, en esa situación, a hacerlo? Sé que no sé, y la duda es una mierda. Avanzamos con desesperanza. En un pasillo hay una pila de zapatos: los zapatos que los verdugos les sacaban a sus víctimas en Auschwitz. Son cientos de zapatos: marrones, negros, hundidos por el tiempo. Botas con los cordones rotos, borceguíes remendados, zapatos con agujeros que ya llevan allí más de medio siglo. Los agujeros persisten en el tiempo. En medio de ellos, una sandalia como de baile, ligera, blanca, con tiras de perlitas falsas. No soporto la idea de esa chica que llegó a Auschwitz con sandalias de perlitas falsas.
"Todavía es agosto de 1944", dice otro cartel, "el subsecretario de Guerra de los Estados Unidos, John McCloy, rechazó los pedidos insistentes de que su aviación bombardeara las cámaras de gas de Auschwitz, donde en esos días estaban asesinando a unos mil prisioneros por día: "Esa operación sólo podría hacerse distrayendo una cantidad considerable de aviones ahora comprometidos en operaciones decisivas contra otros objetivos", dice su respuesta, muy oficial, y el cartel del museo norteamericano del Holocausto la muestra: con vergüenza, supongo, pero la muestra. La solución final no tuvo quién la detuviera. Es el final del tercer piso: mi vida como Franz Monjau está en peligro.
"1940 - 1944: Franz y su mujer consiguieron conectarse con los resistentes antinazis. Pero entonces su mujer fue trasladada a Berlín para trabajar en un hospital militar. En 1943, un bombardeo aliado destruyó la casa de los Monjau y casi toda su obra. Su madre, una judía convertida al catolicismo, fue deportada al ghetto de Theresiendstadt. Los bombardeos siguieron. Franz se escondió cuando los nazis empezaron a deportar "mischlingen". Fue denunciado en el otoño de 1944, internado en un "campo de educación y trabajo" y después deportado al campo de concentración de Büchenwald". Estoy fregado. Asustado, ahora, como un tonto.
El segundo piso, el último de la muestra, intenta ser un bálsamo. En el segundo piso los alemanes va a perder la guerra y hay historias de gentes que ayudaron a los perseguidos a esconderse, escapar, sobrevivir. Hay más luz, al fondo se oyen gritos y no son de miedo. Los carteles y fotos y filmaciones cuentan sobre la resistencia en Francia, Dinamarca, Lituania, Alemania: un grupo de estudiantes de Munich reunidos en una plaza unos días antes de que los agarraran y ejecutaran, febrero de 1943: parecen tan chiquitos. Una revuelta contra los nazis que querían deportar judíos en Copenhague, en esos mismos días. Las armas casi caseras de un grupo de guerrilleros italianos. Los panfletos de una organización de católicos polacos que ayudó a escapar a cientos de judíos. La necesidad de contar que, pese a todo, algunos resistieron: el alivio de verlo. Al final, otras pantallas cuentan el juicio de Nuremberg, el castigo a los jerarcas nazis, el juicio a Eichman; después, una colección de dibujos y pinturas del ghetto del campo de Theresienstadt, donde murió la madre de Franz - por un rato, mi madre. El optimismo es relativo. Esta mañana el diario contaba la historia de la hija de un comerciante judío polaco muerto en un campo de concentración: en 1946, cuando quiso ir a retirar el dinero que su padre había depositado antes de la guerra en el Crédit Suisse, un banquero le dijo de mala manera, que no le daría nada sino le presentaba un certificado de defunción. Recién después de más de medio siglo, la señora Sapir consiguió que le devolvieran su plata. Y tanta gente sigue depositando - escondiendo - la suya en el Crédit Suisse. El optimismo es relativo.
Me estoy por ir. Hace seis horas que estoy acá adentro y de verdad no lo soporto más. El Museo, en ese sentido, es perfecto: intolerable, perfecto. Ya saliendo, me vuelvo a preguntar por qué no hay un museo como éste en la Argentina. ¿Sólo por falta de medios, de dinero, de recursos técnicos? Quizás, también, por la misma razón por la que alguna vez dije que no se podía hablar de "holocausto" en la Argentina. El holocausto fue la matanza de gente que pertenecía a una cultura, a una religión, pero no había hecho absolutamente nada para amenazar al régimen que decidió liquidarlos. Gente que no había decidido enfrentarlo. En la Argentina, en cambio, los militares mataron, sobre todo, a los que creyeron que los amenazaban: a los que habían decidido pelear para hacer un país distinto. Las víctimas no fueron sólo víctimas. No fueron sólo objeto de su crueldad; fueron, también, sujetos que decidieron algo. Por eso son, todavía, para muchos, menos "inocentes". Por eso, supongo, sería más difícil contar su historia en la Argentina. Habría que hablar de por qué los mataron, qué querían, quién salió ganando con sus muertes.
Ya me voy, y tengo que dar vuelta la última página. No quería, pero leo: "Franz murió en las barracas de experimentos médicos de Büchenwald el 28 de febrero de 1945. Su última nota a su mujer, que alguien consiguió contrabandear fuera del campo, decía: "Estoy en Büchenwald. Te deseo todo lo mejor. Franz." Y así termina. En la calle, a la salida de Museo, sigue habiendo sol.
Diario Perfil. Domingo 10 de mayo de 1998 (*por Martín Caparrós, corresponsal en Nueva York) |
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